Opinión | Buenos días y buena suerte

Sánchez: ¿resurrección?

EN LA COMPARECENCIA de Pedro Sánchez, a media mañana, a pesar de su equívoco “buenas tardes”, se acumulaban, capa sobre capa, los mitos fundacionales y los rituales del poder. Un hombre solo y un micrófono, como hacen los franceses. Un presidente que camina solo y se dirige al encuentro del pueblo, y, desde luego, al encuentro de la televisión y los fotógrafos, tiene algo de ritual de coronación. O, al menos, de ritual de ansiada confirmación. 

He aquí el hombre al parecer herido, en carne mortal, emergiendo de las nieblas de la duda. Del vientre del palacio. He aquí un segundo nacimiento. Una resurrección. He aquí el hombre que, como diría De Gaulle, es el que se ofrece al pueblo, al que se entrega como si fuera en sacrificio, el que se presenta de verdad a las elecciones, no su partido. Esto es aún más verdad en el caso de Sánchez. Y eso a pesar de llegar aclamado por los suyos. Sánchez y su socialismo se abrían paso ayer en la extraña mañana: se presentaba envuelto en su esencia de príncipe rojo con sus propias maneras de serlo, recordando aquella independencia de Peugeot en las carreteras secundarias. 

El hombre que camina representa la soledad, y la soledad era esto. A pesar del abrigo de la coalición, Sánchez llegaba ayer investido de la desnudez de la soledad. La resistencia consiste en caminar, no en huir. A pesar de los ropajes del poder, del amor de la esposa ahora reivindicado, de la añorada calidez de lo doméstico, Sánchez regresaba, cinco días después de la desconexión, como un personaje solitario, dibujando esa soledad de la tradición francesa que convierte a los presidentes en monarcas republicanos.

Siempre hay un momento para la aclamación, como el sábado en Ferraz, el rito colectivo, la bendición de los suyos que reclaman la vuelta en medio de una súbita orfandad, pero, a la hora de la liturgia, es necesaria la imagen del hombre solo que camina hacia la puerta del palacio, que regresa con el peso del mundo, o del país, sobre los hombres, el rictus serio, una sombra de tristeza, dicen lo que saben de esto, asistiendo así a su propia resurrección, y, de alguna forma, a la ejecución de un triunfo a la manera romana, tras haber escuchado al que susurra “recuerda que eres mortal”. Sánchez, pues, reintegrado a la vida, sin llegar a probar del todo las aguas del río del olvido.

Pero esa proyección mítica del poder, ese reencarnarse en plena campaña electoral, esa idea del hombre reconstruido que emerge solo de la tiniebla y de la duda, se enfrenta inexorablemente a la desmitificación de sus rivales, que sólo ven, según sus propias palabras, una simbología ridícula, una sobreactuación o una calculada estrategia. Feijóo, la ultraderecha, pero también los nacionalistas catalanes, particularmente críticos, o el mismísimo Iglesias, han quitado a toda prisa solemnidad y capas de liturgia al movimiento de Sánchez. Comienza aquí la lucha por adueñarse del relato. Las encuestas a pie de sentimentalismo dan a Sánchez un subidón. Los que lo conocen aseguran que tiene más vidas que un gato, aunque triunfase, como el gran héroe irlandés Cu-Chulainn, con la iconografía de un perro. 

La pregunta ahora es si este breve sueño de Sánchez, en nada semejante a la larga siesta de Rip Van Winkle, el protagonista del cuento de Washington Irving que despierta muchos años después y no reconoce nada del mundo, cambiará la forma actual de hacer política. Tras sólo cinco días, el mundo no es diferente. Tampoco este país. Sánchez quiso ver su gobierno desde fuera, quizás quiso verse a sí mismo fuera del poder por un instante. Como quien viaja unas horas al futuro. Pasó de la resistencia como norma, como doctrina, al elogio de la carne mortal y enamorada. Aceptó la vulnerabilidad, para sorpresa de muchos, y lo que fue interpretado como una huida irresponsable por la oposición, como un gesto adolescente, para él era una oportunidad para la resurrección, para regresar investido de nueva energía.

Nadie sabe si Sánchez ha regresado como héroe, como mártir, o como mito crepuscular. Pero ha vuelto, casi sin haberse ido.