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MEDIO SIGLO DE CINE

'El rostro', de Ingmar Bergman

    El descubrimiento de Bergman en nuestro país fue tardío, fraccionado, incompleto y falseado. Tardío porque el primer estreno, en 1960, correspondió a El séptimo sello*, una producción de 1957, y porque entonces ya había rodado dieciséis películas que nos habían sido escamoteadas (desde Crisis* [1945] hasta Sonrisas de una noche de verano* [1955]). Fraccionado, porque los estrenos sucesivos fueron caprichosamente dispuestos en un orden que en nada contribuyó a la mejor comprensión de su pensamiento y su estética (Livingstone, Ingmar Bergman and the Rituals of Art, Cornell University Press, Londres, 1982). Incompleto, porque tardamos más de veinte años en verlas estrenadas (la casi completa oferta actual en DVD disipa la ocultación a que fue sometido su cine en los franquistas años cincuenta y sesenta). Falseado, porque el nacional-catolicismo entonces reinante se preocupó -mediante la sutil y torticera manipulación de los diálogos en traicioneros doblajes encargados al jesuita Carlos M. Staehlin- de que Bergman se nos apareciera como un católico irredento. Primavera de 1846, en Suecia. Albert Emanuel Vogler [Max von Sydow] y su troupe, especializada en ilusionismo y magnetismo mesmeriano, son arrestados y conducidos a la residencia del cónsul Egerman [Erland Josephson] donde también se encuentran el escéptico doctor Vergerus (Gunnar Björnstrand) y el prefecto de policía Starbeck (Toivo Pawlo). Entre Egerman y Vergerus apuestan sobre la autenticidad de los poderes hipnóticos e ilusionistas de Vogler, al que exigen una demostración de su capacidad. A partir de este momento se suceden una serie de escenas en las que se encadenan los fracasos y los triunfos de Vogler, siempre bajo la actitud displicente de Vergerus que en todo momento trata de humillarlo y hacerle fracasar. Bergman construye un espléndido guión, con resabios de novela gótica y aromas de Poe, desplazándose en un triple territorio, en la mansión del cónsul, poblado de personajes y situaciones ambivalentes: abajo, donde reside la servidumbre y se hospeda la troupe; en la zona noble, donde tienen lugar las demostraciones hipnóticas de Vogler; y en un desván, lugar en el que Vergerus realiza la autopsia al cadáver que él cree de Vogler, y donde éste logra desestabilizar, mediante hábiles trucos y aparentes fuerzas ocultas, la seguridad científica del doctor que antes había afirmado: "La ciencia no puede aceptar lo inexplicable. Esto conduciría a aceptar la idea de la posibilidad de un dios". Bergman trata de remover los cimientos tanto de la superchería como de la infalibilidad de una ciencia decimonónica en vías de desarrollo, en la que racionalismo e irracionalismo mantuvieron una lucha sin cuartel. En esta película -una reflexión sobre la fantasía y la ilusión en el arte y su relación con el poder-, los rostros y sus máscaras -físicas e interiores- juegan constantemente en una danza expresionista surcada por el amor, la muerte, el erotismo, lo sobrenatural, el más allá, la inocencia, y una tenue y subyacente aplicación del sentido del humor que toma cuerpo explícito en la pirueta final: Vogler es invitado por el rey de Suecia para ofrecer en palacio una sesión privada de "magnetismo animal". El rostro no fue suficientemente aceptada por gran parte de la crítica internacional sino despachada con calificativos como falsa, mentirosa, pretenciosa, retórico-truculenta, equívoca, esquemática, desconcertante, tenebrosa, farsa-vodevil, repertorio polvoriento del autor? El crítico del diario católico La Croix llegó a ver una parodia sacrílega de la vida de Cristo en la apariencia mesiánica del rostro de Vogler (¡!). El paso del tiempo ha puesto al filme en su lugar y ha dado la razón al Festival de Venecia de 1959, donde obtuvo el Premio Especial del Jurado, el Premio de la Crítica italiana y el Premio "Cinema Nuovo".

    * Editada en DVD

    . ezequielmv@telefonica.net

    21 abr 2009 / 21:21
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